tú inventarás y medirás un tiempo que no existe… —FUENTES, La muerte de Artemio Cruz
En los rincones de la casa se habían escondido todos los malos sueños de Renata. La esperaban tras la puerta de entrada en la forma de escombros minúsculos, que bajo el reflejo del sol a las cuatro de la tarde parecían insectos coloridos. La esperaban bajo su escritorio como bolas de papel arrugadas y convertidas en trozos de vidrio. La esperaban bajo el mantel del comedor como manchas negras imposibles de limpiar, en la pelusa de la secadora como monstruos de muchos dientes, en el desagüe de la bañera como arañas de patas blancas. Renata tenía miedo de entrar a la casa, de sentarse a comer y a trabajar, de hacer la lavandería y de bañarse.
Era una casa de muchas puertas y muchas ventanas, donde el sol llegaba a todos los lugares sin quedarse en ninguno, y donde la lluvia criaba ecos de melancolía todos los martes por la tarde. Renata vivía con su mamá y su papá, pero sentía que vivía sola, entre los líos de un jardín abandonado y los secretos de una cocina que se caía pedazo a pedazo, hasta ir dejando sólo espacio para poner el pote de la sal. Había entendido desde muy pequeña que vivía en un lugar donde el deterioro había suplantado al tiempo, y que los calendarios y relojes no significan mucho cuando a las paredes se les cae la pintura.
Renata descubría en la casa un sinfín de espejos cada abril, cada uno con un reflejo distinto en un momento del día distinto. En la mañana se veía como una niña pequeña, de colitas a los lados y mejillas monumentales en el espejo que reposaba en la sala. Se encontraba triste en la tarde con el rumor de la lluvia de los martes, y se veía de quince años, suspirando con lágrimas en los ojos. La noche de los jueves la mostraba anciana en el reflejo del baño, con una mirada entrañable y unas canas delicadas. Los sábados al mediodía era su mamá quien la miraba desde el espejo, de una forma en que su mamá de carne y hueso no la miraba jamás. Abril se terminaba y Renata pasaba todo el resto del año contando para atrás los días hasta conocer su edad de verdad.
Estaba casi segura de que tenía doce años cuando se quedó despierta toda la noche por primera vez con plena conciencia de que lo hacía, y descubrió al sol dudando antes de mostrarse amarillo en todo su esplendor. Parada frente a la ventana con un anticuado camisón de algodón, detallaba el jardín de atrás dormido en su caos interminable, grama y monte confundiéndose en la luz azul del alba, y una línea naranja al horizonte, tras los árboles y las palmeras. Los pájaros no habían comenzado a cantar aún, pero la anticipación de Renata le permitía escucharlos en su imaginación. Era una anticipación que le duraría para siempre, y que trascendería todos los amaneceres interminables que hubiese por haber en los recovecos del mundo.
Permanecería perpetuamente atada al amanecer eterno de aquel día, el que estuvo contemplando horas sin fin con la ansiedad de quien no ha dormido y no volvería a dormir nunca. Entonces se le hizo evidente que quedará el resto de su corta larga vida con el desolador sentimiento de estar enclaustrada en la casa más grande del mundo, que no era en realidad la suya, sino la del tiempo. Cuando el dolor del futuro interminable pasó y el sol se posó incómodo sobre el jardín, Renata se devolvió a su cuarto y se dejó envejecer varios años, para ver si comprendía los desafueros del tiempo inaudito que la rodeaba. Al salir, vio a su abuela sentada en la mesa de la sala, comiendo sopa fría y enterrando los dedos en los huecos del encaje que tenía su mantel. Con su sabiduría milenaria, le dijo a Renata al verla:
—¡Eres toda una mujercita! Has crecido tanto, mi niña, ya empiezas a tener la adultez en la punta de la nariz.
Renata imaginó el futuro y no pudo concebir nada más que el crujido de las tablas de su cama, tan fuerte y tan penetrante como nunca había sido. Se preguntó, mientras hallaba consuelo en las manos de vieja que se posaban a su lado, si la adultez era igual de inconclusa que la infancia, y qué pasará con los niños cuando los días son los mismos y las memorias se olvidan. Entonces aparecieron las manchas negras imposibles de limpiar y la mordieron de mil formas, ninguna que le doliese tanto como reconocerse ajena al pasar de los años.
Los pasillos de la casa no parecían aguantar tanto silencio, el silencio del aislamiento, así que se ponían a recitar poemas sin autor. Renata los atravesaba con sesenta años sobrepuestos a su caminar adolescente, de día y de noche, buscando un remedio para el polvo que cubría las fotos de sus padres. Los versos eran juguetones, sutiles, llenos de inesperada dicha y palabras contradictorias. Le recordaban a su infancia bajo las palmeras, pero a nada más, porque Renata no tenía más infancia que valiera la pena recordar. Había vivido ese diciembre muchas veces, todavía sin poder responderse qué había de nuevo en la casa que no hubiese estado toda su vida, todavía sin poder decidir si los muebles se desbarataban progresivamente o si cumplían, por obra de algún desistir del universo, ciclos de interminable desgaste. Los pasillos le contestaban, a forma de cuarteto irreverente:
…Por aniquilarse el rey,
Se pierden todos los días.
No queda ninguna ley
Que defienda sus manías…
Renata suspiraba y se escondía, huyendo de la métrica vacía que la fastidiaba por dentro y por fuera. Con la certeza de quien olvida el mundo por un instante de soledad, se sentó en su escritorio a escribir en su diario y se cortó los pies descalzos con la idea de que ningún rincón de la casa se diferenciaba realmente de la intemperie. Así como en la intemperie, en esta casa aparece cada día un nuevo lugar para ocultarse de las mismas ansiedades. Mientras apartaba los trozos de vidrio rojos con taciturna desesperación, su papá apareció en el marco de la puerta con la transparencia inconfundible de un recuerdo. Le dijo:
—Tienes que ir a buscar la ropa tendida allá afuera, que mañana es martes.
Renata dejó arrastrar sus pies adoloridos y rojos hasta el jardín, lo más rápidamente que pudo para que no la agarraran de sorpresa los insectos coloridos de la entrada. Ignoró por completo el suave neón perenne que venía del televisor anacrónico y desinteresado, que había estado en la sala tanto toda la vida como nunca jamás. Todos los lunes Renata caía en el mismo bache de olvido, repitiendo el hábito de dejarse recordar las cosas mientras ignoraba todo lo demás. Se enteró al arrancar las prendas del tendedero, que el cuidado de sus tareas parecía responder a una lógica desconocida que evadía cualquier deseo propio y la sometía a la repetición, la repetición, la repetición, la repetición, la repetición. Cualquier cambio, cualquier alteración, era siempre tan insignificante como una nueva programación en un televisor que nunca se apaga aunque nadie lo vea. Era igual lavar los platos hoy, ayer, mañana, el viernes, el sábado, el jueves. Daba lo mismo llorar en la bañera un lunes o un domingo, huyendo de las arañas de patas blancas que burlonas danzaban alrededor de sus inseguridades. El techo tenía siempre telarañas, el piso estaba siempre sucio, la decoración de la sala estaba siempre polvorienta. Renata limpiaba hoy, ayer, mañana, víctima de una aceleración inmóvil; la casa que se cae sin caerse y su paciencia que se agota sin agotarse.
Renata siempre ha usado la secadora, no tiene ni idea de porqué debe salir a buscar la ropa en el tendedero, pensaba. Incluso se había enorgullecido de sí misma aquel abril que se encontró con veinticinco años habiendo superado su miedo de las pelusas con dientes. Entonces no comprendía cómo, en el abril siguiente que tuvo catorce, la ropa se bamboleaba todavía impaciente con el viento del lunes. Sentía hormigueos en los dedos, e intentaba recordar los últimos temas que vió en el colegio sin lograrlo. Tal vez si pudiese alcanzar una pieza de sí misma fuera de esta casa, todo tendría sentido; el tiempo, la soledad, el tiempo de su soledad, la soledad de su tiempo. Con los trapos que llamaba franelas en sus manos, tirada en el jardín, Renata lloraba, y escondía nuevas pesadillas bajo las piedras y entre las hojas de la grama, que se encaramaban como garabatos en sus piernas y en sus manos.
Regresó a su cama en cuanto pudo y cayó dormida entre lágrimas. En el lindero infernal de sus sueños, apareció viviendo la misma desesperación, el mismo cansancio. En ellos, los monstruos con los que había llenado la casa se alzaban sobre ella más palpables que nunca, y no le dejaban otra opción que estar en el jardín mirando hacia adentro, viéndolos desarmar y armar la casa en cuestión de un parpadeo. Renata sabía cómo terminaba el sueño, pues terminaba de la misma manera que todas sus fantasías lineales; con ella tomando un fósforo y…
Renata se despierta sudando alegorías. Sus deseos eran los únicos en la tela del universo que tenían final. El resto de su vida se enfrascaba en la verdad cíclica, que comienza, y comienza, y comienza, y no deja de comenzar nunca. La casa es inmune al fuego, la casa es inmune al agua, la casa es inmune a su propio afán de desvelarse y ver correr por siempre el mismo amanecer que no acaba jamás. La casa se deshace por dentro viciosa, impasible, esclava de la costra que se arranca, sangra y se arranca, sangra y se arranca, sangra… ¿Qué casa es ésta, que acomoda todos los muebles todos los días y siempre se ve igual? ¿Qué sitio es éste que llora cada martes y se desconoce cada abril, que se viste de algodón en la mañana y de tinieblas en la noche, que se esconde en la esquina del mundo para evadir los finales? Soy yo, retumba. Esta casa es todo el espacio que hay, y la incertidumbre se estira en ella por los siglos de los siglos de los siglos… y se escapa un poema sin alma, vacío y huérfano. ¿Qué es ésto? ¿Qué es? Renata, grita, Renata. La casa no eres sino tú, Renata: no eres…
En los rincones de la casa vivía Renata, que no paraba de tener malos sueños. Estaba condenada a caerse a pedazos por tantas pesadillas en sus grietas, pero evitaba el derrumbe por un necio truco de la eternidad, que nunca hace otra cosa que tomar prisioneros. El amanecer, la abuela, la sombra de papá en el marco de la puerta. La semana fresca comenzaba de nuevo. Además de todos los monstruos que parecían tener toda la vida ahí, Renata tenía miedo ahora de los garabatos del jardín y de los ruidos insoportables de los tablones de su cama. Incluso ellos pasarían a ser parte también del mismo por siempre, desde siempre. El miedo y el desgaste colindan, pensó, incierta de qué tantos abriles le quedan por vivir.
Lia—
26 de julio de 2022
Espectacular!! Wow!!
No sé cómo es que yo estoy descubriendo esta joya ahorita. Lia te admiro, ¡hoy y siempre! ¡Que clase de cuento! 👏🏻